Segundo Piso

Estaba irónicamente en el segundo piso del Primer Piso y francamente me quería largar. En el bar no estaba sola, pero en ese espacio, en ese momento, sí. Caminé por el pasillo blanco con cinco o seis obras de arte colgadas: no entendía nada, ni me parecían precisamente bonitas, ni tenía sentimientos encontrados gracias a ellas. Aunque llevaba un rato dando vueltas y recorriendo esos 8 metros (o los que fueran), siempre terminaba mirándome en el espejo que estaba colgado al final del pasillo con una frase en viniles azules con el nombre de la exposición, mismo que no recuerdo porque ni me importó; yo sólo podía ver mi figura admirando lo bien que me sentaba mi vestido color bugambilia, tratando de ignorar (igual que con las letras azules) que no sentía un poco de antipatía hacia mí: vagando por el área de fumadores sorprendentemente vacía, deseando que mi cigarro fuera infinito para no tener que volver a donde la gente pretendía pasarla bien (o tal vez ellos sí la pasaban bien). Un cigarro, dos, tres, los que fueran necesarios con tal de descansar los músculos de mi cara, hartos de fingir reírse toda la noche de bromas que no entendía porque la música estaba muy alta o porque simplemente no me causaban gracia.

¿Por qué no me iba y ya? Siempre me quedo un poco más de lo que se me hace prudente soportar, esperando que las cosas cambien.

Cualquier pretexto era bueno para levantarme, “voy al baño”, “necesito comprar un encendedor”. Nada era mentira, sí debía hacer todo lo que dije que iba a hacer, pero no era nada urgente; ¿baño?, hubiera reducido mis tres visitas a una sin ningún problema; ¿encendedor?, hubiera podido pedirle al señor con aspecto de Santa Claus que estaba en el recibidor; pero no, preferí salir a comprar uno y de paso unos chicles. Pudo ser razonable, pues pensaba fumar más de lo que al final consumí y no quería pasarme la noche acercándome al señor para pedirle fuego, lo que sí quise fue hablarle cuando me encontró en la sala obscura de la que recién me había percatado; estaba al lado del pasillo y tenía una decoración con muebles elegantes, sillones Luis XV y demás objetos que no sé cómo les llamen los conocedores, pero parecían casi todos de época; si alguien me hubiera contado de esa sala, yo hubiera pensado que luciría refinada, pero se parecía a una escena tétrica de Alicia en el país de las maravillas, y aunque veía más bien sombras, en ese momento no me acordé de la ansiedad que siempre me ha provocado la obscuridad, al fin que ahí yo también era una sombra.

Por eso cuando el viejo entró para limpiar los ceniceros no pude entender por qué dentro de mis ganas de escapar de la gente quería también que me abrazara con todas las canas de su barba y su ignorancia de mí, y que me dijera que sólo era una noche, aunque yo supiera que no era cierto, que me escuchara aunque no necesariamente me aconsejara, o que se quedara fumando en silencio conmigo hasta que cerraran el lugar. Pero en vez de eso sólo me sonrió y yo le sonreí (¿o fue al revés?) con el consciente anhelo guajiro de que tuviera el atrevimiento de preguntarme si estaba bien, sabiendo de antemano que me lo preguntaba porque ya sabía la respuesta. Naturalmente no lo hizo, aunque juraría que sí se le pasó por la mente; así que sólo recogió los montones de colillas y se fue. Estaba sola otra vez. 

Fue el último cigarro que me fumé esa noche, cuando tuve que tener huevos para aceptar que, aunque el escenario era perfecto para que estuvieras ahí, yo iba a seguir siendo una sombra contigo incluso fuera de esa sala, porque la luz que emitías sólo servía para eso.


La quinta noche después de que decidí irme cuando tuve que saber que tú nunca habías llegado. 

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